Los mutilados por los trenes
Citado de Periodico La Jornada Domingo 20 DE ABRIL DE 2003, #278
autor: ARTURO CANO
" FRONTERA MEXICO-GUATEMALA. La mujer mira hacia el lugar donde estuvieron sus piernas y ahí encuentra, en medio de su terrible tragedia, una cruda esperanza que le ayuda a seguir: “De México me voy con mis prótesis”.
Alma Cruz Archaga es regordeta y de cabello chino. Tiene 30 años y es madre soltera. Nació cerca de Tegucigalpa, Honduras, y hace unos meses, cuando perdió su última esperanza junto con su empleo en la cadena de Pollo Campero –el Kentucky Fried Chicken centroamericano– decidió agarrar camino a Estados Unidos, y se lanzó a la aventura en un grupo de 15, ella de única mujer, con la sola guía de un muchacho que “ya había estado una vez allá”.
Cruzó la frontera por el Suchiate, como todos los migrantes más pobres, con 2 mil pesos en la bolsa pero segura de que su padrino, que vive en Chicago, la estaba esperando con un trabajo. Su sueño era juntar dinero suficiente para hacerle una casa a sus dos hijas, Alison Diana (Dayana, pronuncia ella) y Angie, de cinco y dos años de edad, que se quedaron en Honduras, a cargo de la abuela. Ahora, se conformaría con volver a casa con dos piernas de plástico.
“El tren me jaló”Alma y sus compañeros de viaje llegaron a Tapachula y durmieron una noche bajo un puente. Todos los días, todas las noches, decenas de migrantes centroamericanos rondan las calles de Tapachula a la espera de la partida del tren. Cuando las ruedas del convoy –la bestia, le dicen aquí– comienzan a moverse, los migrantes se trepan con la esperanza de llegar –tras largos días de viaje cuyo éxito depende de las rutas, de los operativos, de la suerte– a la frontera norte.
Por miedo o por precaución, el grupo de Alma decidió no trepar en Tapachula. Siempre acechando el paso del ferrocarril, los 15 hondureños viajaron de noche, esquivando los puntos donde había policías o delincuentes. En la frontera norte, ya se sabe, a los migrantes los mata el desierto. En la frontera sur, la gente. O los trenes.
Alma y los demás llegaron apenas poco más allá de Huixtla, una semana después de haber salido de Honduras. Entonces, el tren pasó de nuevo.
El grupo echó a correr para treparse a la máquina. Los más ágiles dieron el salto y se vieron de pronto sobre el tren en marcha. Alma estiró los brazos pero nunca alcanzó el duro metal. Fue entonces cuando, dice ella, el tren “la jaló”. Alma apoya su narración en un ademán: dibuja en el aire una fuerza que quiso succionarla hacia la muerte. Alma cuenta que se lanzó hacia atrás, y quizá por ello de su pierna derecha perdió “sólo” 10 centímetros arriba de la rodilla. La izquierda desapareció casi por completo.
Desde los vagones, los migrantes que habían subido en otros tramos la miraron ahí, tumbada a la orilla de la vía, quizá como quien mira un muñeco desmadejado desde un carrusel.
Tres muchachos abandonaron su sueño por un rato para ayudarla. Se lanzaron desde el tren en movimiento y fueron por ella. Una vecina del lugar se percató del accidente, atravesó el potrero y el escarpado terreno al lado de las vías, con un trozo grande de plástico. Con eso, los tres jóvenes, también hondureños, improvisaron una camilla y la llevaron hasta una clínica. De ahí, donde poco podían hacer, la llevaron al hospital regional de Tapachula.
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Alma, con su suave mirada, habla desde la silla de ruedas prestada sobre la que pasa sus días desde que salió del hospital, hace un par de semanas. Tras ella hay un mural que ocupa la mitad de una pared en la Casa del Buen Pastor. Con trazos infantiles, un migrante nicaragüense pintó el paisaje del Soconusco chiapaneco, montañas al fondo, verde por todas partes y en el centro un colorido tren. Sobre el mural naif, hay unas 30 fotografías. Acercarse a mirarlas es sobrecogedor: son todas fotos de migrantes mutilados. La mayoría son jóvenes, muy jóvenes. Aquí, en la foto de arriba a la izquierda, falta una pierna desde la rodilla. Más abajo, las dos completitas. ¿Y abajo a mi derecha? Aquí nomás un brazo, doctor. La Corte de los Milagros de los migrantes.
Alma, con todo, no pierde su suave mirada. “Mirá, pensé que me iba a morir en el quirófano”.
Vivió para contarlo aunque no sabe qué seguirá en su vida: “Algunos me dicen que si les hubiera pasado lo mismo se querrían matar, pero yo, por mis hijas, no me puedo amargar, no puedo dejarlas sin madre”. Sólo cuando habla de sus niñas se le quiebra la voz. La mayor sabe que su mamá perdió las piernas porque un carro la atropelló.
Muchos de los migrantes mutilados no informan a nadie, no quieren siquiera que sus familias se enteren de la desgracia. Alma es el caso contrario. Todavía en el hospital, recibió la visita de su hermano (“es el que estaba más cerca, porque vive en El Salvador”) y desde el domingo siguiente a la tragedia (ocurrida un martes) la acompaña su padre.
Alma se quedará en México con la esperanza de que “doña Olga me mande hacer mis prótesis”. Es su única esperanza ahora, dice, porque “allá (en Honduras) no hay ese tipo de apoyos”.
La entrevista se interrumpe. Llama el padrino desde Chicago. ¿Qué dice? “Que me apoya, que está conmigo”. ¿La puede ayudar para las prótesis? “No sé, él tiene familia, vamos a ver...”
A unos pasos de Alma, con el pie amoratado y supurando, está Víctor Antonio Flores, de 20 años, quien dice ya haber estado tres veces en Estados Unidos. Iba trepado en el tren cuando tocó un cable eléctrico. La descarga lo dejó sin un dedo del pie derecho, el primero junto al gordo. Algo extraño cuelga de su pecho, a manera de amuleto: es su dedo carbonizado. Se lo lleva a la nariz: “No, no huele mal, me lo voy a quedar de recuerdo”. El grupo lo completan un hombre con marcas de machetazos en varias partes del cuerpo, dos ancianos tullidos, un muchacho sin un pie y otro sin una pierna que, sentado en la banqueta, juguetea con una guitarra. Le piden a un visitante que toque algo. El visitante dice que no sabe. “Ah, si no hay mexicano que no toque la guitarra”. Todos somos mariachis, qué caray. Los mutilados ríen. El humor en la Corte de los Milagros de los transmigrantes.
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En Tecún Umán, la pequeña Tijuana guatemalteca, el sacerdote Ademar Barilli dice que tras los atentados del 11 de septiembre disminuyó el caudal del río humano que cruza la frontera sur. Pero al cabo de unos meses las cosas no sólo volvieron a la normalidad sino que, según los cálculos que hace la Casa del Migrante basados en la demanda de sus servicios, la migración está aumentando.
Con un agravante, dice Barilli. “Cada vez son más pobres”. El incremento de los accidentes y mutilaciones en los trenes es el dato que indica a Barilli que la migración es cada vez más de los desesperados que no tienen dinero para pagar a los polleros.
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En julio de 2001, el entonces comisionado del Instituto Nacional de Migración, Felipe Preciado, vino a entregar nuevos equipos al Grupo Beta, encargado de proteger a los migrantes de la delincuencia y de las fuerzas de la naturaleza. Era lo último, lo mejor en equipamiento, presumía. Equipazos para rescate acuático y de montaña, y para primeros auxilios. Nadie en el Grupo Beta Tapachula sabía usarlos. Y así sigue la cosa. “Ni los desempacaron”, confirma Hugo Angeles, experto en migración del Colegio de la Frontera Sur sede Tapachula. “En la política migratoria no ha habido cambio”, completa Angeles. Y el agravante es que, además de ser vistos como criminales por la sociedad de la región, ahora son potenciales terroristas.
“(Preciado) vino a pintar las garitas, a dejarles una camioneta y tomarse la foto”, se suma José Domingo Guillén, subsecretario del Gobierno de Chiapas en la región, un poco fastidiado por la curiosidad periodística que quiere hallar los cambios en la política migratoria o los efectos del Plan Centinela, que el gobierno federal echó a andar con motivo de la guerra. “Movieron a los soldados a los puentes, no hay tropas nuevas”, dice Guillén, representante del gobierno estatal en una suerte de gabinete de seguridad regional. Con esa calidad asegura que todas las corporaciones militares y policiacas que actúan en la zona continúan con sus labores “normales”. Así lo ha hecho el Instituto Nacional de Migración que, a pesar de las promesas, trabaja con los mismos recursos y el mismo personal de los tiempos anteriores al cambio.
Doña OlgaOlga Sánchez es una mujer de edad indefinible y andar sencillo que siempre anda ocupadísima. Pide limosna a todas horas, dice ella, para sus enfermos. Y muchas veces se topa con pared. “Nadie quiere dar para los migrantes por su mala fama, dicen que asaltan, que roban”.
Será por eso que doña Olga, como le dicen reverencialmente “sus enfermos”, se queja de que en su trabajo a favor de los migrantes está prácticamente sola. Hace siete años, con el apoyo del sacerdote italiano Héctor Maxine, quien ya murió, la señora Olga comenzó su labor en el hospital. Primero se llevaba a los enfermos a su domicilio. Luego consiguió una casa prestada y ahora trabaja para comprar un terreno del que ya pagó el enganche.
En la Casa del Buen Pastor, doña Olga tiene espacio para 15 enfermos, pero casi siempre alberga a más de 25, muchos de ellos mutilados que tienen la esperanza de que les ayude a comprar sus prótesis, cosa que cada vez le resulta más difícil.
El calorón de Tapachula se siente más en la Casa del Buen Pastor, con su aroma de enfermo, sus modestos camastros, las llagas y purulencias. Por todas partes hay cajas de legumbres, de frutas, canastos de pan, anaqueles con medicinas, antibióticos y sueros. Ahí recibe doña Olga a “sus enfermos”, por 15 días teóricamente, porque muchos se quedan meses.
En su bolso, doña Olga carga un albúm de fotos. Lo muestra con orgullo. Primero la de un muchacho sin piernas que en la siguiente toma está estrenando sus prótesis. Luego, la foto de tres mutilados, en un estudio de televisión. “Fue en México, en TV Azteca, pero nomás fui a gastar porque no sacamos nada”.
Nadie le quita a doña Olga la idea de que conseguir medicinas, prótesis, comida, es un milagro porque nadie ve a “sus enfermos”: “El migrante no tiene valor, haga de cuenta que es un palo seco, una basura”.
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A mediados del año pasado, la empresa ferroviaria Chiapas Mayab presentó una denuncia ante la Procuraduría General de la República pues, según la querella, los migrantes colocan todo tipo de obstáculos en las vías para lograr que los trenes disminuyan su velocidad y así poder abordarlos.
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La mayoría de las mutilaciones ocurren a mediados y fines de año, en las épocas en que los migrantes aceleran el paso rumbo a Estados Unidos. Al hospital regional de Tapachula, de la Secretaría de Salud, llegan unos siete u ocho migrantes cada mes con ese tipo de lesiones, según el doctor Francisco Manuel Mora, subdirector médico. El hospital los atiende con sus magros recursos –está equipado para 60 camas, pero en los hechos llega a tener hasta 120 hospitalizados. Los “cuotas de recuperación” y la donación de dos unidades de sangre por cada una utilizada, normas del hospital, son imposibles de aplicar con los migrantes.
Cada amputado, informa el doctor, permanece en el hospital entre 15 y 20 días. Después de ese tiempo, el hospital le llama a doña Olga: “Aquí tenemos uno de los suyos”. En ocasiones, la misma doña Olga reúne dinero para comprar medicamentos o materiales para los hospitalizados. En el hospital ya saben que la condición de la señora Olga es que sean extranjeros. (Antes del gobierno del cambio, el Grupo Beta compraba los medicamentos de los accidentados, a petición del hospital, pero hace mucho que no lo hace).
Es común que lleguen al hospital migrantes lesionados en asaltos o que fueron arrojados del tren. El doctor Mora confirma lo fácilmente sospechable: tratándose de migrantes, la policía encargada de investigar esos delitos nunca los visita para que presenten o ratifiquen sus denuncias.
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El año pasado, México expulsó por su frontera sur a 120 mil 315 centroamericanos. En este 2003 a 37 mil 155.
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–¿Y sus compañeros de viaje, Alma?
–Cinco de ellos ya llegaron. Están en Houston. Yo hablé con tres de ellos por teléfono.
Alma, por ahora, se tranquiliza con un mensaje de doña Olga: señalando sus muñones, indica “que ya están listos para tomar las medidas”. Y piensa también en sus compañeros de viaje que consiguieron llegar a los yunaites. A ellos quizás se les cumplan sus sueños. En medio de su pesadilla, Alma sólo quiere sus dos piernas de plástico. "
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